Galería de fotos Avril Lavigne


















































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Galería de fotos Shakira



















































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Shakira Gitana














Letra de la canción:

Nunca usé un antifaz
Voy de paso
Por este mundo fugaz

No pretendo parar
¿Dime quién camina
Cuando se puede volar?

Mi destino es andar
Mis recuerdos
Son una estela en el mar

Lo que tengo, lo doy
Digo lo que pienso
Tómame como soy

Y va liviano
Mi corazón gitano
Que solo entiende de latir
A contramano
No intentes amarrarme
Ni dominarme
Yo soy quien elige
Como equivocarme

Aprovechame
que si llegué ayer
Me puedo ir mañana
Que soy gitana
Que soy gitana

Sigo siendo aprendiz
En cada beso
Y con cada cicatriz

Algo pude entender
De tanto que tropiezo
Ya sé como caer

Y va liviano
Mi corazón gitano
Que solo entiende de latir
A contramano
No intentes amarrarme
Ni dominarme
Yo soy quien elige
Como equivocarme

Aprovechame
Que si llegué ayer
Me puedo ir mañana
Que soy gitana

Vamos y vemos..
Que la vida es un goce
Es normal que le temas
A lo que no conoces

Tómame y vamos
Que la vida es un goce
Es normal que le temas
A lo que no conoces
Quiero verte volar
Quiero verte volar

Y va liviano
Mi corazón gitano
Que solo entiende de latir
A contramano
No intentes amarrarme
Ni dominarme
Yo soy quien elige
Como equivocarme

Aprovechame
Que si llegué ayer
Me puedo ir mañana
Que soy gitana
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Los dioses de la luz


(Leyenda Mapuche)

Antes de que los Mapuches descubrieran cómo hacer el fuego, vivían en grutas de la montaña a las que llamaban "casas de piedra".

Temerosos de las erupciones volcánicas y de los cataclismos, sus dioses y sus demonios eran luminosos. Entre estos, el poderoso Cheruve. Cuando se enojaba, llovían piedras y ríos de lava. A veces el Cheruve caía del cielo en forma de aerolito.

Los Mapuches creían que sus antepasados revivían en la bóveda del cielo nocturno. Cada estrella era un antiguo abuelo iluminado que cazaba avestruces entre las galaxias.

El Sol y la Luna daban vida a la Tierra como dioses buenos. Los llamaban Padre y Madre. Cada vez que salía el Sol, los saludaban. La Luna, al parecer cada veintiocho días, dividía el tiempo en meses.

Al no tener fuego, porque no sabían encenderlo, devoraban crudos sus alimentos; para abrigarse en tiempo frío, se apiñaban en las noches con sus animales, perros salvajes y llamas que habían domesticado.

Tenían horror a la oscuridad, era sigo de enfermedad y muerte. Se imaginaban cosas terribles.

En una de esas grutas vivía una familia: Caleu, el padre, Mallén, la madre y Licán, la hijita.

Una noche, Caleu se atrevió a mirar el cielo de sus antepasados y vio un signo nuevo, extraño, en el poniente: una enorme estrella con una cabellera dorada.

Preocupado, no dijo nada a su mujer y tampoco a los indios que vivían en las grutas cercanas.

Aquella luz celestial se parecía a la de los volcanes, ¿traería desgracias?, ¿quemaría los bosques?. Aunque Caleu guardó silencio, no tardaron en verla los demás indios. Hicieron reuniones para discutir qué podría significar el hermosos signo del cielo. Decidieron vigilar por turno junto a sus grutas.

El verano estaba llegando a su fin y las mujeres subieron una mañana muy temprano a buscar frutos de los bosques para tener comida en el tiempo frío.

Mallén y su hijita Licán treparon también a la montaña.

-Traeremos piñones dorados y avellanas rojas -dijo Mallén.

-Traeremos raíces y pepinos del copihue -agregó Licán

La niña acompaño otras veces a su madre en estas excursiones y se sentía feliz.

-Vuelvan antes de que caiga la noche -les advirtió Caleu.

-Si nos sorprende la noche, nos refugiaremos en una gruta que hay allá arriba, en los bosques -lo tranquilizó Mallén.

Las mujeres llevaban canastos tejidos con enredaderas. Parecía una procesión de choroyes, conversando y riendo todo el camino.

Allá arriba había gigantescas araucarias que dejaban caer lluvias de piñones. Y los avellanos lucían sus frutas redondas, pequeñas, rojas unas, color violeta y negras otras, según iban madurando.
No supieron cómo pasaron las horas. El Sol empezó a bajar y cuando se dieron cuenta, estaba por ocultarse. Asustadas, las mujeres se echaron los canastos a la espalda y tomaron a sus niños de la mano.

-¡Bajemos, bajemos! -se gritaban unas a otras.

-No tendremos tiempo. Nos pillará la noche y en la oscuridad nos perderemos para siempre -advirtió Mallén.

-¿Qué haremos entonces? -dijo la abuela Collalla, que no por ser la más vieja, era la más valiente.

-Yo sé donde hay una gruta por aquí cerca, no tenga miedo, abuela -dijo Mallén.

Guió a las mujeres con sus niños por un sendero rocoso. Sin embargo, al llegar a la gruta, ya era de noche. Vieron en el cielo del poniente la gran estrella con su cola dorada.

La abuela Collalla se asustó mucho. -Esa estrella nos trae un mensaje de nuestros antepasados que viven en la bóveda del cielo -exclamó.

Licán se aferró a las faldas de su madre y lo mismo hicieron los demás niños.

-Vamos, entremos a la gruta y dormiremos bien juntas para que se nos pase el miedo -dijo Mallén.

-Eso sería lo mejor, murmuró Collalla, temblorosa.

Ella conocía viejas historias, había visto reventarse volcanes, derrumbarse montañas, inundaciones, incendios de bosques enteros.

No bien entraron a la gruta, un profundo ruido subterráneo las hizo abrazarse invocando al Sol y la Luna, sus espíritus protectores.

Al ruido siguió un espantoso temblor que hizo caer cascajos del techo de la gruta. El grupo se arrinconó, aterrorizado.

Cuando pasó el terremoto, la montaña siguió estremeciéndose como el cuerpo de un animal nervioso.

Las mujeres palparon a sus hijos. Nadie estaba herido. Respiraron un poco y miraron hacia las boca blanquecina de la gruta: por delante de ella cayó una lluvia de piedras que al chocar echaban chispas.

-¡Miren! -gritó Collalla. ¡Piedras de luz! Nuestros antepasados nos mandan este regalo.

Cómo luciérnagas de un instante, las piedras rodaron cerro abajo y con sus chispas encendieron un enorme coihue seco que se erguía al fondo de una quebrada.

El fuego iluminó la noche y las mujeres se tranquilizaron al ver la luz.

-La estrella con su espíritu protector mandó el fuego para que no tengamos miedo -dijo la abuela Collalla riendo.

Niños y mujeres también rieron, aplaudiendo el fuego.

El grupo silencioso contempló las llamas como si fuera el mismo Padre Sol que hubiera venido a acompañarlas.

Se sentaron junto a la gruta, oyendo crepitar las llamas como música desconocida.

Al rato, llegaron los hombres desafiando las tinieblas por buscar a sus niños y mujeres.

Caleu se acercó al incendio y cogió una llama ardiente; los otros lo imitaron y una procesión centelleante bajó de los cerros hasta sus casas.

Por el camino iban encendiendo otras ramas para guiarse.

Al otro día, oyendo el relato de las piedras que lanzaban chispas, los indios subieron a recogerlas y al frotarlas junto a ramas secas, lograron encender pequeñas fogatas.

Habían descubierto el pedernal. Habían descubierto cómo hacer el fuego.

Desde entonces, los Mapuches tuvieron fuego para alumbrar sus noches, calentarse y cocer sus alimentos.
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El cristo de las mieles


Esta es una leyenda de mi ciudad, Sevilla (España). En el cementerio de Sevilla hay una tumba que resalta de las demás, es la tumba de un escultor de aquí. Esta en el centro del cementerio y como lápida tiene un Cristo enorme tallado en madera.

Aquí es muy popular sacar en la semana santa a las imágenes en procesión y miles de personas vienen a ver la devoción que este pueblo tiene por su Dios.

Pues el escultor que os digo tallaba imágenes, para las iglesias de Sevilla, pero el ultimo cristo lo tallo con las piernas al contrario, lo hizo con la pierna izquierda sobre la derecha, al contemplar la obra terminada vio el fallo, su negligencia se pagó con su muerte, le afectó tanto que se ahorcó, lo encontraron en su estudio colgado de una cuerda y sin vida.

Todos creyeron que el mejor homenaje para aquel hombre de dios era enterrarlo en el centro del cementerio y como cruz o lápida, el Cristo que tanto tiempo tardó en tallar.

Y así lo hicieron, unos diez años después el guarda del cementerio observó que el cristo lloraba, los responsables del Vaticano fueron a verlo y efectivamente lloraba, de sus ojos caían lagrimas de miel y todos se preguntaron por qué, era el escultor llorando su pena, dulce pena opinaban, ya que sus lágrimas eran pura miel de abeja.

Al reconocer la imagen en profundidad se vio que el milagro la hacían una abejas, el escultor talló hueco al cristo para que no pesara demasiado y unas abejas hicieron colmena dentro y de ahí las lágrimas, los ojos se tallaron tan finos que quedaron aberturas dentro de él y por ahí caía la miel.

Desde entonces fue bautizado con el nombre del cristo de las mieles y cada día 1 de noviembre, las gentes de Sevilla, van a recoger lágrimas de miel para recordar la dulzura de aquel escultor Sevillano.

Enviada por Noelia Dorado Diaz
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El sol rojo


LEYENDA GUARANÍ

VOCABULARIO
Tupá: Dios bueno de los
guaraníes.

Tuyá: Anciano de la tribu.
Consultaba los astros.
Era curandero y sacerdote.

Igtá: Hábil nadador.

Picazú: Paloma torcaz.

Ñuatí: Espina.


Entre los indios mocoretaes había uno, joven, aguerrido y valiente llamado Igtá (hábil nadador) que amaba a la más buena y hermosa de las mujeres de su tribu, Picazú (paloma torcaz), y quería casarse con ella.
Los padres de Picazú consintieron en que se realizase tal boda; pero siendo necesario para ello la aprobación de la Luna, llamaron al Tuyá (adivino) de la tribu para que la consultara.
Era una noche plácida y serena. La luz blanca, clara, brillante y hermosa de la Luna iluminaba los campos y las tolderías de los indios. Y el Tuyá interpretó:
-Esa luz que nos envía la Luna significa que ella aprueba satisfecha la boda de Igtá y Picazú.
Entonces, el Jefe de la tribu ordenó a Igtá demostrase a todos que en verdad era digno y merecedor de tomar compañera. Para ello debía arrojarse a las aguas de la laguna y nadar durante largo rato. Después, ir en busca de un gran número de presas de caza.
Igtá, que era excelente nadador y había cazado mucho desde su niñez, realizó las pruebas con el mayor éxito, pues nadó cuanto se lo pidió y trajo entre sus brazos abundante caza.
Las ceremonias de la boda realizáronse una noche, después de tres lunas. Se encendió una gran hoguera, a cuyo alrededor todos los indios comían, bebían, bailaban y gritaban, festejando tan grande acontecimiento.
Pero algo faltaba para que Igtá y Picazú fueran felices: tener la seguridad de que Tupá, su dios bueno, había aprobado también la boda. Y esperaron.
¡Cuál no sería su pena y desconsuelo, cuando llegada la noche siguiente comenzó a caer una copiosa lluvia! Eran las lágrimas de Tupá las que caían sobre la tribu para significar el descontento y desaprobación del dios por haberse realizado la unión de los jóvenes indios.
Igtá y Picazú no podían, pues, continuar unidos perteneciendo a la tribu. Debían huir y arrojarse a las aguas de la laguna. Allí había una isla donde moraban todos los que se habían casado contrariando la voluntad de Tupá. Los dos debían ir a esa isla para no volver jamás.
Al día siguiente cesó la lluvia. Y por la tarde, a la hora en que el sol iba a ocultarse en el ocaso, Igtá y Picazú se arrojaron al agua y comenzaron a nadar.
Los indios de su tribu, reunidos a orillas de la laguna, viéndolos alejarse lentamente, los injuriaban y maldecían para aplacar el enojo de Tupá y evitar sus castigos, pues ésta era su creencia.
Igtá, hábil nadador, consiguió nadar buen trecho, ayudando también a su infortunada compañera. Poco faltaba a Igtá y Picazú para llegar a la isla sanos y salvos, cuando una nueva desgracia cayó sobre ellos: Ñuatí (Espina), un guerrero malvado de la tribu, les arrojó una flecha. Todos los indios lo imitaron, y entonces fue una lluvia de flechas la que llegó hasta Picazú e Igtá, quienes, heridos quizás por ellas, desaparecieron de la superficie de las aguas.
En ese preciso instante el sol, que se hundía en el horizonte, tomó un intenso color rojo; y su luz tiñó la laguna e iluminó de rojo los campos y el cielo.
Esto llenó de asombro a los indios, los que, atemorizados, huyeron velozmente, alejándose de la laguna.
Mientras tanto Igtá y Picazú, ayudados sin duda por Tupá porque eran buenos, lograban salvarse y llegar a la isla, donde podrían al fin vivir felices, pues se amaban mucho.


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El regalo de los antepasados


(Leyenda Mapuche)

Antes de que los Mapuches descubrieran como hacer el fuego, vivían en grutas de la montaña; a las que llamaban "casa de piedra".

Temerosos de las erupciones volcánicas y de los cataclismos, sus dioses y sus demonios eran luminosos. Entre estos, el poderoso Cheruve. Cuando se enojaba, llovían piedras y ríos de lava. A veces el Cheruve caía del cielo en forma de aerolito.

Los Mapuches creían que sus antepasados revivían en la bóveda del cielo nocturno. Cada estrella era un antiguo abuelo iluminado que cazaba avestruces entre las galaxias.

El Sol y la Luna daban vida a la Tierra como dioses buenos. Los llamaban Padre y Madre. Cada vez que salía el Sol, los saludaban. La Luna, al parecer cada veintiocho días, dividía el tiempo en meses.

Al no tener fuego, porque no sabían encenderlo, devoraban crudos sus alimentos; para abrigarse en tiempo frío, se apiñaban en las noches con sus animales, perros salvajes y llamas que habían domesticado.

Tenían horror a la oscuridad que era signo de enfermedad y muerte.

En una de esas grutas vivía una familia: Caleu, el padre, Mallén, la madre y Licán, la hijita.

Una noche, Caleu se atrevió a mirar el cielo de sus antepasados y vio un signo nuevo, extraño, en el poniente: una enorme estrella con una cabellera dorada.

Preocupado, no dijo nada a su mujer y tampoco a los indios que vivían en las grutas cercanas.

Aquella luz celestial se parecía a la de los volcanes, ¿traería desgracias?, ¿quemaría los bosques?. Aunque Caleu guardó silencio, no tardaron en verla los demás indios. Hicieron reuniones para discutir que podría significar el hermosos signo del cielo. Decidieron vigilar por turno junto a sus grutas.

El verano estaba llegando a su fin y las mujeres subieron una mañana muy temprano a buscar frutos de los bosques para tener comida en el tiempo frío.

Mallén y su hijita Licán treparon también a la montaña.

-Traeremos piñones dorados y avellanas rojas -dijo Mallén.

-Traeremos raíces y pepinos del copihue -agregó Licán

La niña acompaño otras veces a su madre en estas excursiones y se sentía feliz.

-Vuelvan antes de que caiga la noche -les advirtió Caleu.

-Si nos sorprende la noche, nos refugiaremos en una gruta que hay allá arriba, en los bosques -lo tranquilizó Mallén.

Las mujeres llevaban canastos tejidos con enredaderas. Parecía una procesión de choroyes, conversando y riendo todo el camino.

Allá arriba había gigantescas araucarias que dejaban caer lluvias de piñones. Y los avellanos lucían sus frutas redondas, pequeñas, rojas unas, color violeta y negras otras, según iban madurando.

No supieron cómo pasaron las horas. El Sol empezó a bajar y cuando se dieron cuenta, estaba por ocultarse.

Asustadas, las mujeres se echaron los canastos a la espalda y tomaron a sus niños de la mano.

-¡Bajemos, bajemos! -se gritaban unas a otras.

-No tendremos tiempo. Nos pillará la noche y en la oscuridad nos perderemos para siempre -advirtió Mallén.

-¿Qué haremos entonces? -dijo la abuela Collalla, que no por ser la más vieja, era la más valiente.

-Yo sé donde hay una gruta por aquí cerca, no tenga miedo, abuela -dijo Mallén.

Guió a las mujeres con sus niños por un sendero rocoso. Sin embargo, al llegar a la gruta, ya era de noche. Vieron en el cielo del poniente la gran estrella con su cola dorada.

La abuela Collalla se asustó mucho. -Esa estrella nos trae un mensaje de nuestros antepasados que viven en la bóveda del cielo -exclamó.

Licán se aferró a las faldas de su madre y lo mismo hicieron los demás niños.

-Vamos, entremos a la gruta y dormiremos bien juntas para que se nos pase el miedo -dijo Mallén.

-Eso sería lo mejor, murmuró Collalla, temblorosa.

Ella conocía viejas historias, había visto reventarse volcanes, derrumbarse montañas, inundarse territorios, incendiarse bosques enteros.

No bien entraron a la gruta, un profundo ruido subterráneo las hizo abrazarse invocando al Sol y la Luna, sus espíritus protectores.

Al ruido siguió un espantoso temblor que hizo caer cascajos del techo de la gruta. El grupo se arrinconó, aterrorizado.

Cuando pasó el terremoto, la montaña siguió estremeciéndose como el cuerpo de un animal nervioso.

Las mujeres palparon a sus hijos, no, nadie estaba herido. Respiraron
un poco y miraron hacia las boca blanquecina de la gruta: por delante de ella cayó una lluvia de piedras que al chocar echaban chispas.

-¡Miren! -gritó Collalla. ¡Piedras de luz! Nuestros antepasados nos mandan este regalo.

Cómo luciérnagas de un instante, las piedras rodaron cerro abajo y con sus chispas encendieron un enorme coihue seco que se erguía al fondo de una quebrada.

El fuego iluminó la noche y las mujeres se tranquilizaron al ver la luz.

-La estrella con su espíritu protector mandó el fuego para que no tengamos miedo -dijo la abuela Collalla riendo.

Niños y mujeres también rieron, aplaudiendo el fuego.

El grupo silencioso contempló las llamas como si fueran el mismo Padre Sol que hubiera venido a acompañarlas.

Se sentaron junto a la gruta, oyendo crepitar las llamas como música desconocida.

Al rato, llegaron los hombres desafiando las tinieblas por buscar a sus niños y mujeres.

Caleu se acercó al incendio y cogió una llama ardiente; los otros lo imitaron y una procesión centelleante bajó de los cerros hasta sus casas.

Por el camino iban encendiendo otras ramas para guiarse.

Al otro día, oyendo el relato de las piedras que lanzaban chispas, los indios subieron a recogerlas y al frotarlas junto a ramas secas lograron encender pequeñas fogatas.

Habían descubierto el pedernal. Habían descubierto cómo hacer el fuego.
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Los siete exploradores


Leyenda de la Isla de Pascua

La leyenda cuenta que, precediendo al viaje de su rey y por instrucciones de un vidente, siete navegantes llegaron a la isla de Pascua buscando un lugar adecuado para instalarse y sembrar ñame, (tubérculo base de la alimentación de los inmigrantes). Dos de ellos traían, además, un moai y un collar de madreperlas, que escondieron y que luego dejaron abandonados cuando regresaron a su tierra de Hiva. Sólo un explorador se quedó en la isla.

Por eso, que cuando Hotu Matúa llegó a la isla, ésta ya estaba poblada; ya existía en ella el ñame; y también había moais.

Algunos estudiosos opinan que los siete exploradores simbolizan a siete generaciones que habitaron el lugar; o quizás a siete tribus inmigrantes, de las cuales sólo una sobrevivió y se mezcló con la gente de Hotu Matúa.

El rey Hotu Matúa murió 20 años después de su llegada a la isla y le sucedió su hijo mayor, Tuu Maheke. El último de esta dinastía fue Gregorio o Roroko he tau, llamado también el rey niño, que falleció en 1886, y aunque algunos lugareños tienden a pensar que la sucesión dinástica no tuvo desvíos ni interrupciones, hay varios indicios de que el linaje dinástico tuvo muchas alteraciones.

Se cuenta que poco después de los primeros polinesios llegó a la isla una segunda inmigración. El origen de estos nuevos pobladores es polémico, ya que sus características raciales difieren de las de aquellos que se consideraban nativos.

Estos nuevos habitantes fueron llamados Hanau eepe, que significa “raza ancha”, y en efecto, éstos eran más corpulentos y robustos que los Hanau momoko o raza delgada que ocupaban desde antes el lugar.

Los Hanau eepe tenían muy desarrollados los lóbulos de las orejas característica por la cual muchos antropólogos los asocian con los incas y sus grandes pabellones descriptos por Francisco Pizarro en sus informes.

Aunque éste es un tema no desentrañado aún, y los orejas cortas y los orejas largas tienen un origen confuso, pero cuya existencia está afianzada por testimonios en el pasado.
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La azuzena del bosque


Hace muchos, muchos años, había una región de la tierra donde el hombre aún no había llegado. Cierta vez pasó por allí I-Yará (dueño de las aguas) uno de los principales ayudantes de Tupá (dios bueno). Se sorprendió mucho al ver despoblado un lugar tan hermoso, y decidió llevar a Tupá un trozo de tierra de ese lugar. Con ella, amasándola y dándole forma humana, el dios bueno creó dos hombres destinados a poblar la región.

Como uno fuera blanco, lo llamó Morotí, y al otro Pitá, pues era de color rojizo.

Estos hombres necesitaban esposas para formar sus familias, y Tupá encargó a I-Yará que amasase dos mujeres.

Así lo hizo el Dueño de las aguas y al poco tiempo, felices y contentas, vivían las dos parejas en el bosque, gozando de las bellezas del lugar, alimentándose de raíces y de frutas y dando hijos que aumentaban la población de ese sitio, amándose todos y ayudándose unos a otros.

En esta forma hubieran continuado siempre, si un hecho casual no hubiese cambiado su modo de vivir.

Un día que se encontraba Pitá cortando frutos de tacú (algarrobo) apareció junto a una roca un animal que parecía querer atacarlo. Para defenderse, Pitá tomó una gran piedra y se la arrojó con fuerza, pero en lugar de alcanzarlo, la piedra dio contra la roca, y al chocar saltaron algunas chispas.

Este era un fenómeno desconocido hasta entonces y Pitá, al notar el hermoso efecto producido por el choque de las dos piedras volvió a repetir una y muchas veces la operación, hasta convencerse de que siempre se producían las mismas vistosas luces. En esta forma descubrió el fuego.

Cierta vez, Moroti para defenderse, tuvo que dar muerte a un pecarí (cerdo salvaje - jabalí) y como no acostumbraban comer carne, no supo qué hacer con él.

Al ver que Pitá había encendido un hermoso fuego, se le ocurrió arrojar en él al animal muerto. Al rato se desprendió de la carne un olor que a Morotí le pareció apetitoso, y la probó. No se había equivocado: el gusto era tan agradable como el olor. La dio a probar a Pitá, a las mujeres de ambos, y a todos les resultó muy sabrosa.

Desde ese día desdeñaron las raíces y las frutas a las qué habían sido tan afectos hasta entonces, y se dedicaron a cazar animales para comer.

La fuerza y la destreza de algunos de ellos, los obligaron a aguzar su inteligencia y se ingeniaron en la construcción de armas que les sirvieron para vencer a esos animales y para defenderse de los ataques de los otros. En esa forma inventaron el arco, la flecha y la lanza. Entre las dos familias nació una rivalidad que nadie hubiera creído posible hasta entonces: la cantidad de animales cazados, la mayor destreza demostrada en el manejo de las armas, la mejor puntería... todo fue motivo de envidia y discusión entre los hermanos.

Tan grande fue el rencor, tanto el odio que llegaron a sentir unos contra otros, que decidieron separarse, y Morotí, con su familia, se alejó del hermoso lugar donde vivieran unidos los hermanos, hasta que la codicia, mala consejera, se encargó de separarlos. Y eligió para vivir el otro extremo del bosque, donde ni siquiera llegaran noticias de Pitá y de su familia.

Tupá decidió entonces castigarlos. El los había creado hermanos para que, como tales, vivieran amándose y gozando de tranquilidad y bienestar; pero ellos no habían sabido corresponder a favor tan grande y debían sufrir las consecuencias.

El castigo serviría de ejemplo para todos los que en adelante olvidaran que Tupá los había puesto en el mundo para vivir en paz y para amarse los unos a los otros.

El día siguiente al de la separación amaneció tormentoso. Nubes negras se recortaban entre los árboles y el trueno hacía estremecer de rato en rato con su sordo rezongo. Los relámpagos cruzaban el cielo como víboras de fuego. Llovió copiosamente durante varios días. Todos vieron en esto un mal presagio.

Después de tres días vividos en continuo espanto, la tormenta pasó.

Cuando hubo aclarado, vieron bajar de un tacú (algarrobo) del bosque, un enano de enorme cabeza y larga barba blanca.

Era I-Yará que había tomado esa forma para cumplir un mandato d e Tupá.

Llamó a todas las tribus de las cercanías y las reunió en un claro del bosque. Allí les habló de esta manera:

Tupá, nuestro creador y amo, me envía. La cólera se ha apoderado de él al conocer la ingratitud de vosotros, hombres. Él los creó hermanos para que la paz y el amor guiaran vuestras vidas... pero la codicia pudo más que vuestros buenos sentimientos y os dejasteis llevar por la intriga y la envidia. Tupá me manda para que hagáis la paz entre vosotros: iPitá! iMoroti! ¡Abrazaos, Tupá lo manda!

Arrepentidos y avergonzados, los dos hermanos se confundieron en un abrazo, y tos que presenciaban la escena vieron que, poco a poco, iban perdiendo sus formas humanas y cada vez más unidos, se convertían en un tallo que crecía y crecía ...

Este tallo se convirtió en una planta que dio hermosas azucenas moradas. A medida que el tiempo transcurría, las flores iban perdiendo su color, aclarándose hasta llegar a ser blancas por completo. Eran Pitá (rojo) y Morotí (blanco) que, convertidos en flores, simbolizaban la unión y la paz entre los hermanos.

Ese arbusto, creado por Tupá para recordar a los hombres que deben vivir unidos por el amor fraternal, es la "AZUCENA DEL BOSQUE".
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La vainilla


Leyenda mexicana

Cuentan que Xanath, hija de nobles totonacas, célebre por su belleza, vivía en un palacio cercano al centro ceremonial de Tajín, sede de su pueblo.

Cierto día en que la joven acudió a depositar una ofrenda sobre el plato colocado en el abdomen de Chac-Mool ("Mensajero Divino"), encontró casualmente a Tzarahuín (jilguero), un alegre doncel al que le agradaba silbar, y surgió entre ambos amor a primera vista.

Sin embargo, el romance mostró dificultades para prosperar, porque Tzarahuin era pobre y vivía en una choza humilde rodeada de tierra fértil en que abundaban las anonas, las piñas y las calabazas. A pesar de la diferencia de clases, los enamorados se reunían casi a diario, de manera fugaz, cuando el mancebo llevaba al mercado la cosecha de sus siembras, y en poco tiempo una sincera pasión se apoderó de sus corazones.

Una tarde en que Xanath pasó junto al templo sagrado de los nichos, la sorprendió la mirada penetrante del dios gordo, que se caracterizaba por su vientre abultado, la frente rapada y su triple penacho; y desde entonces el señor de la felicidad se dedicó a cortejarla. La doncella logró esquivarlo en un principio, mas el astuto dios encontró la forma de revelarle sus sentimientos y, al ser rechazado, su alegría habitual se tornó en cólera y amenazó a la joven con desatar la furia de Tajín, si no accedía a sus reclamos amorosos.

La advertencia hizo temblar de miedo a Xanath, pero no traicionó a Tzarahuín.

El astuto dios gordo resolvió entonces ganarse la confianza del padre de la joven para que influyera en el ánimo de Xanath. Lo invitó a su palacio, le reveló secretos divinos y cuando manifestó interés por la linda muchacha, recibió completo apoyo para casarse con ella.

Xanath hubo de soportar un mayor acoso del testarudo dios y su padre la obligó a aceptar una nueva cita, que resultaría fatal, pues luego de haber dado otra negativa al señor de la felicidad, éste, irritado, lanzó un conjuro sobre la doncella y la transformó en una planta débil de flores blancas y exquisito aroma: la vainilla.

Y si bien el dios creyó vengarse, lo cierto es que mientras de él existen sólo vagos recuerdos, en cambio, tenemos muy presente en nuestros días a la planta orquidácea cuya esencia es muy apreciada en la cocina y la pastelería de muchas partes del mundo.


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La capilla del Cristo


Leyenda de Puerto Rico

Cuenta la leyenda que la Capilla del Cristo se erigió para honrar un milagro.
Dice la leyenda, que alrededor del año 1750 aproximadamente, se había efectuado una carrera de caballos a lo largo de la calle Del Cristo.
Uno de los participantes no pudo detener su caballo y se cayó por el precipicio.
Don Tomas Mateo Prats, que era el secretario de gobierno para aquel entonces, invocó al Santo Cristo de la Salud y que el joven que cayó por el precipicio se salvó. Por agradecimiento al Santo Cristo de la Salud, Don Tomas Mateo Prats ordenó construir la Capilla.
La verdad, no es esa.
Estudios recientes hechos por Don Adolfo de Hostos confirman que el joven que cayó por el acantilado, si murió. Y que Don Tomas Mateo Prats ordenó erigir la Capilla para evitar tragedias futuras.


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La piel del venado


Leyenda Maya

Los mayas cuentan que hubo una época en la cual la piel del venado era distinta a como hoy la conocemos. En ese tiempo, tenía un color muy claro, por eso el venado podía verse con mucha facilidad desde cualquier parte del monte. Gracias a ello, era presa fácil para los cazadores, quienes apreciaban mucho el sabor de su carne y la resistencia de su piel, que usaban en la construcción de escudos para los guerreros. Por esas razones, el venado era muy perseguido y estuvo a punto de desaparecer de El Mayab.
Pero un día, un pequeño venado bebía agua cuando escuchó voces extrañas; al voltear vio que era un grupo de cazadores que disparaban sus flechas contra él. Muy asustado, el cervatillo corrió tan veloz como se lo permitían sus patas, pero sus perseguidores casi lo atrapaban. Justo cuando una flecha iba a herirlo, resbaló y cayó dentro de una cueva oculta por matorrales.

En esta cueva vivían tres genios buenos, quienes escucharon al venado quejarse, ya que se había lastimado una pata al caer. Compadecidos por el sufrimiento del animal, los genios aliviaron sus heridas y le permitieron esconderse unos días. El cervatillo estaba muy agradecido y no se cansaba de lamer las manos de sus protectores, así que los genios le tomaron cariño.



En unos días, el animal sanó y ya podía irse de la cueva. Se despidió de los tres genios, pero antes de que se fuera, uno de ellos le dijo:

—¡Espera! No te vayas aún; queremos concederte un don, pídenos lo que más desees.
El cervatillo lo pensó un rato y después les dijo con seriedad:

—Lo que más deseo es que los venados estemos protegidos de los hombres, ¿ustedes pueden ayudarme?
—Claro que sí —aseguraron los genios. Luego, lo acompañaron fuera de la cueva. Entonces uno de los genios tomó un poco de tierra y la echó sobre la piel del venado, al mismo tiempo que otro de ellos le pidió al sol que sus rayos cambiaran de color al animal. Poco a poco, la piel del cervatillo dejó de ser clara y se llenó de manchas, hasta que tuvo el mismo tono que la tierra que cubre el suelo de El Mayab. En ese momento, el tercer genio dijo:

—A partir de hoy, la piel de los venados tendrá el color de nuestra tierra y con ella será confundida. Así los venados se ocultarán de los cazadores, pero si un día están en peligro, podrán entrar a lo más profundo de las cuevas, allí nadie los encontrará.
El cervatillo agradeció a los genios el favor que le hicieron y corrió a darles la noticia a sus compañeros. Desde ese día, la piel del venado representa a El Mayab: su color es el de la tierra y las manchas que la cubren son como la entrada de las cuevas. Todavía hoy, los venados sienten gratitud hacia los genios, pues por el don que les dieron muchos de ellos lograron escapar de los cazadores y todavía habitan la tierra de los mayas.
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La llorona


Leyenda Mexicana del Periodo Virreinal

Consumada la conquista y poco más o menos a mediados del siglo XVI, los vecinos de la ciudad de México que se recogían en sus casas a la hora de la queda, tocada por las campanas de la primera Catedral; a media noche y principalmente cuando había luna, despertaban espantados al oír en la calle, tristes y prolongadísimos gemidos, lanzados por una mujer a quien afligía, sin duda, honda pena moral o tremendo dolor físico.

Las primeras noches, los vecinos contentábanse con persignarse o santiguarse, que aquellos lúgubres gemidos eran, según ellas, de ánima del otro mundo; pero fueron tantos y repetidos y se prolongaron por tanto tiempo, que algunos osados y despreocupados, quisieron cerciorarse con sus propios ojos qué era aquello; y primero desde las puertas entornadas, de las ventanas o balcones, y enseguida atreviéndose a salir por las calles, lograron ver a la que, en el silencio de las obscuras noches o en aquellas en que la luz pálida y transparente de la luna caía como un manto vaporoso sobre las altas torres, los techos y tejados y las calles, lanzaba agudos y tristísimos gemidos.

Vestía la mujer traje blanquísimo, y blanco y espeso velo cubría su rostro. Con lentos y callados pasos recorría muchas calles de la ciudad dormida, cada noche distintas, aunque sin faltar una sola, a la Plaza Mayor, donde vuelto el velado rostro hacia el oriente, hincada de rodillas, daba el último angustioso y languidísimo lamento; puesta en pie, continuaba con el paso lento y pausado hacia el mismo rumbo, al llegar a orillas del salobre lago, que en ese tiempo penetraba dentro de algunos barrios, como una sombra se desvanecía.

"La hora avanzada de la noche, - dice el Dr. José María Marroquí- el silencio y la soledad de las calles y plazas, el traje, el aire, el pausado andar de aquella mujer misteriosa y, sobre todo, lo penetrante, agudo y prolongado de su gemido, que daba siempre cayendo en tierra de rodillas, formaba un conjunto que aterrorizaba a cuantos la veían y oían, y no pocos de los conquistadores valerosos y esforzados, que habían sido espanto de la misma muerte, quedaban en presencia de aquella mujer, mudos, pálidos y fríos, como de mármol. Los más animosos apenas se atrevían a seguirla a larga distancia, aprovechando la claridad de la luna, sin lograr otra cosa que verla desaparecer en llegando al lago, como si se sumergiera entre las aguas, y no pudiéndose averiguar más de ella, e ignorándose quién era, de dónde venía y a dónde iba, se le dio el nombre de La Llorona."

Tal es en pocas palabras la genuina tradición popular que durante más de tres centurias quedó grabada en la memoria de los habitantes de la ciudad de México y que ha ido borrándose a medida que la sencillez de nuestras costumbres y el candor de la mujer mexicana han ido perdiéndose.

Pero olvidada o casi desaparecida, la conseja de La Llorona es antiquísima y se generalizó en muchos lugares de nuestro país, transformada o asociándola a crímenes pasionales, y aquella vagadora y blanca sombra de mujer, parecía gozar del don de ubicuidad, pues recorría caminos, penetraba por las aldeas, pueblos y ciudades, se hundía en las aguas de los lagos, vadeaba ríos, subía a las cimas en donde se encontraban cruces, para llorar al pie de ellas o se desvanecía al entrar en las grutas o al acercarse a las tapias de un cementerio.

La tradición de La Llorona tiene sus raíces en la mitología de los antiguos mexicanos. Sahagún en su Historia (libro 1º, Cap. IV), habla de la diosa Cihuacoatl, la cual "aparecía muchas veces como una señora compuesta con unosatavíos como se usan en Palacio; decían también que de noche voceaba y bramaba en el aire... Los atavíos con que esta mujer aparecía eran blancos, y los cabellos los tocaba de manera, que tenía como unos cornezuelos cruzados sobre la frente". El mismo Sahagún (Lib. XI), refiere que entre muchos augurios o señales con que se anunció la Conquista de los españoles, el sexto pronóstico fue "que de noche se oyeran voces muchas veces como de una mujer que angustiada y con lloró decía: "¡Oh, hijos míos!, ¿dónde os llevaré para que no os acabeís de perder?".

La tradición es, por consiguiente, remotísima; persistía a la llegada de los castellanos conquistadores y tomada ya la ciudad azteca por ellos y muerta años después doña Marina, o sea la Malinche, contaban que ésta era La Llorona, la cual venía a penar del otro mundo por haber traicionado a los indios de su raza, ayudando a los extranjeros para que los sojuzgasen.

"La Llorona - cuenta D. José María Roa Bárcena -, era a veces una joven enamorada, que había muerto en vísperas de casarse y traía al novio la corona de rosas blancas que no llegó a ceñirse; era otras veces la viuda que veía a llorar a sus tiernos huérfanos; ya la esposa muerta en ausencia del marido a quien venía a traer el ósculo de despedida que no pudo darle en su agonía; ya la desgraciada mujer, vilmente asesinada por el celoso cónyuge, que se aparecía para lamentar su fin desgraciado y protestar su inocencia."

Poco a poco, al través de los tiempos la vieja tradición de La Llorona ha ido, como decíamos, borrándose del recuerdo popular. Sólo queda memoria de ella en los fastos mitológicos de los aztecas, en las páginas de antiguas crónicas, en los pueblecillos lejanos, o en los labios de las viejas abuelitas, que intentan asustar a sus inocentes nietezuelos, diciéndoles: ¡Ahí viene La Llorona!

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