Pegaojos
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Le llamaban Pegaojos y decían que nadie en el mundo sabia los cuentos como él. Pegaojos era un duendecillo que todas las noches, cuando los mayores estaban todavía sentados en la mesa, subía las escaleras en silencio, quedito, pues iba descalzo, sólo con calcetines; abria las puertas sin hacer ruido y vertia en los ojos de los pequeños leche dulce, con cuidado pero siempre lo bastante para que no pudieran tener los ojos abiertos y, por lo tanto, no pudieran verle a él. Se deslizaba por detrás, les soplaba suavemente la nuca y se quedaban dormiditos.
A los niños no les dolía, pues Pegaojos era su mejor amigo y solo pretendía que se estuvieran quietos. Para ello era mejor esperar a que estuiesen acostados.
Si tenía que contarles cuentos, debían permanecer calladitos.
Cuando los niños estaban ya dormidos, Pegajos se sentaba en la cama. Iba muy vestido, con un traje de seda; es imposible decir de qué color, pues tenía destellos verdes, rojos o azules según sus movimientos.
¡Ah!, llevaban dos paraguas , uno debajo de cada brazo. Uno de ellos estaba adornado con bellas imágenes y era el que abría sobre los niños buenos; entonces ellos soñaban durante toda la noche los cuentos más deliciosos; el otro paraguas carecía de estampas y lo despalegaba sobre los niños traviesos, que se domían como marmotas y por la mañana se despertaban sin haber tenido ningún sueño.
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